Tanto tiempo sin escribirte a la cara. Esta vez sé que tú sabes que me dirijo a tí. Te juro que ha sido necesaria la distancia de un adiós y el tiempo de varios silencios para atreverme a escribir esto. Supongo que te preguntarás por qué lo hago de esta manera. Que por qué nos tienen que estar escuchando. Tranquilo, solo están a modo de testigos, no de jueces. Nos leerán, y coincidirán o no, pero eso es algo que jamás tenemos por qué saber tú y yo. Te he buscado, no ya en otros brazos, sino en otras miradas que no tenían tus ojazos, en otros labios que cerraron los míos, en otras caricias que no me hicieron olvidar las que imaginaba nuestras.
Sé que te perdí en el mismo momento en el cual mis ojos decidieron no mirar más tu rostro. Sé que el miedo y la vergüenza vencieron todo sentimiento que podía haber entre nosotros, sé que mi coraza pudo una vez más con esa rebeldía que sentí cuando quise dejarte las cosas claras. Cuando lo hice. Cuando te vi por primera vez empecé a creer en los flechazos. Cómo podías mirarme con esos ojos, dedicarme esa sonrisa y no ver el pecado atroz que estabas cometiendo contra mí. Cómo podías no ver cómo moría por dentro si mis ojos llameaban del dolor y la pasión que me producía verte. Las dos cosas al mismo tiempo. Y el miedo, y el amor venció a todo y comprendí que eras el chico de mi vida, el hombre de mis sueños. El muchacho de mis fantasías. Eras todo eso y eras más, mucho más. Y decidí lanzarme del todo, jugármelo todo a una carta que aún a día de hoy ni siquiera sé si existe. Creo que me la inventé. Me lo jugué todo a mi carta, esa carta. Mi destino. Pero la determinación flaqueó en el último momento al recibir un mandoble del miedo más horrible: el miedo a ser rechazada. Humillada. La determinación cayó y con ella todo mi aplomo. Y salí corriendo dejándote ahí plantado con la palabra en la boca. ¿Patético? Puede ser. En ese momento me pareció más bien supervivencia. Creo que prefería amarte en silencio y pensar que tú podías sentir lo mismo a arriesgarme y entregarme para que me dijeses que no. Eso me habría hundido. Y quizá si lo hubiese hecho y hubiese pasado eso hoy te habría olvidado y no escribiría esto. Quizá todo hubiese quedado en algo fugaz e idílico. Pero no lo hice. Y ahora, cada vez que te veo mi corazón late desbocado en el pecho queriendo correr hacia tí y gritarte a la cara todo lo que no me atrevo a confesar, ni siquiera ante mí misma. Y mi mundo se da la vuelta y todo lo que me parece real se trastoca para acabar patas arriba. Soy una chica insegura, que siente esas mariposas encerradas en su estómago cada vez que te ve. Más que mariposas aves rapaces. Sé que cometo errores. Y lo asumo, no digo que no. Sé que cada vez que mi mirada se encuentra con la tuya mi pecho se sumerje en una cálida paz que no creía posible en esta vida, y sube al séptimo cielo y más allá. El olvido se me fue de las manos y hasta el momento me ha sido imposible decirle cómo, cuándo, y dónde dejarte atrás. Tampoco quiero. Te veo tan lejos, tan inalcanzable... Me gustaría decir que estoy orgullosa de haberlo intentado y de haberlo perdido todo, pero esque ni siquiera me atreví a arriesgarme del todo. Te escribo a toro pasado, cuando ha terminado la batalla. Ahora que ya todos somos generales. Y me limito a escribirte todo lo que no puedo decirte con palabras por el miedo que sigo teniendo aún por este asunto. Soñaba, creía, me ilusionaba. Pero ahora los sueños han partido, las ilusiones están rotas y las esperanzas se ahogan en un vaso de agua, al igual que yo misma. Y me prometo que, la próxima vez, todo será diferente. Y engaño al destino y pierdo por adelantado, eso es lo que hago. Porque las promesas se rompen. Las palabras se olvidan y los deseos se pierden, quedándose vacíos, sin cumplir. Y, finalmente, esa necesidad creciente de creer se acabó.